La Niebla De Agosto


En Buenos Aires, cuando el invierno golpea con su helada indiferencia, la ciudad adquiere un aire distinto, pesado, como si la misma atmósfera se volviera densa, casi palpable. Aquel Agosto de 2021 traía consigo un frío que no solo cala en los huesos, sino que te congela el alma, te deja vacío por dentro. Era el tipo de frío que se mete por debajo de las ropas, que te hace temblar sin piedad, el que convierte los adoquines de San Telmo en trampas traicioneras, cubriéndolos de una fina capa de hielo que parecía esperarte con una sonrisa macabra. En cada esquina, el vapor de los alientos se alzaba como una niebla fantasmal, flotando en el aire denso, difuso, como si la ciudad misma estuviera respirando en su propio exilio, negada a dejarse arrastrar por el bullicio que la caracteriza en otras épocas del año.

Era un domingo, el tipo de domingo en que Buenos Aires se despoja momentáneamente de su constante caos, en el que parece que la ciudad frena, se toma un respiro. Las calles, desiertas, mostraban un rostro poco habitual: el de una ciudad vacía de sus propios latidos. Apenas unos pocos transeúntes se atrevían a desafiar la soledad del día, caminando con paso apurado, con las manos metidas en los bolsillos de las camperas, intentando mantener algo de calor. Los cuellos de las chaquetas estaban levantados, cubriendo hasta la nariz, como si quisieran protegerse no solo del frío, sino de algo más intangible que rondaba en el aire, algo que no se veía pero que se sentía en cada respiro. Todo estaba cubierto por una quietud casi insoportable, una quietud que no hacía más que intensificar el silencio, como si la ciudad misma estuviera atrapada en una espera interminable.

Pero esa calma, esa indiferente serenidad, era solo una máscara que ocultaba lo inevitable. En ese ambiente quieto, cargado de humedad y de una calma perturbadora, la muerte había hecho su entrada. No había trompetas, ni gritos de advertencia; solo el susurro helado del viento que se colaba por las grietas de los edificios antiguos y la sensación de que algo oscuro se cernía sobre la ciudad, esperando su momento. Nadie lo sabía aún, pero la sombra de la tragedia ya caminaba entre los adoquines, implacable, y pronto se haría inevitable.

La comisaría de San Telmo era un edificio viejo, de esos que parecían sostenerse más por costumbre que por su estructura, como si el paso del tiempo hubiera dejado su huella en las paredes y en el mismo aire que se respiraba dentro. El cemento ya no brillaba, el color de las paredes se había apagado con los años, y las ventanas, más sucias que transparentes, parecían mirar hacia afuera con el mismo cansancio que los oficiales que se habían asentado allí, resignados a la rutina de los días grises. El lugar olía a humedad y a historia vieja, como si en cada rincón susurros de casos olvidados se quedaran atrapados, condenados a perderse en el tiempo.

Adentro, la luz tenue de las lámparas fluorescentes luchaba por iluminar las mesas llenas de papeles, en un esfuerzo inútil por deshacerse de la penumbra que siempre se colaba por las rendijas. Gabriel "Gabo" Rivas y Carlos "Carlín" Vera estaban allí, revisando los informes del primer crimen. Rivas, conocido en el barrio como "El Dogo" por su tenacidad y su porte de tipo duro, pasaba una y otra vez las fotos de la escena, las observaba como si buscara algo que se le escapara, algo que no estaba a simple vista. Sus dedos recorrían las imágenes como si al tocarlas pudiera encontrar respuestas que el papel y la tinta no podían ofrecer. En sus ojos se reflejaba una mezcla de cansancio y frustración; el caso lo estaba consumiendo, y no podía permitirse que se le escapara ningún detalle. Había algo en esas fotos que le resultaba inquietante, algo que no terminaba de encajar, como si el crimen fuera solo la punta de un iceberg mucho más grande y oscuro.

A su lado, Vera, con su memoria fotográfica, parecía estar viendo todo lo que Rivas no podía captar a simple vista. Su mirada era fija, con sus cejas fruncidas mientras analizaba mentalmente cada detalle que había registrado. Había algo en su mente que le permitía reconstruir los sucesos de la escena con una precisión enfermiza. No necesitaba mirar dos veces las fotos; las tenía grabadas, como si el crimen estuviera todavía frente a él, palpablemente real. Cada marca en la pared, cada objeto caído al suelo, todo tenía una explicación que solo él parecía entender. Mientras su compañero repasaba las imágenes, Vera estaba más allá de ellas, sumergido en el laberinto de la mente del criminal, tratando de adelantarse a sus movimientos, a sus motivaciones.

El silencio en la comisaría era opresivo, casi insoportable. El aire denso no hacía más que añadirle una capa más de tensión al ambiente. Cada movimiento dentro de la sala parecía resonar más fuerte de lo que debía, como si los dos hombres estuvieran siendo observados por ojos invisibles. La oscuridad del caso les rodeaba, y el tiempo, en ese lugar, no era más que un enemigo silencioso que avanzaba sin piedad, acorralándolos poco a poco. Sabían que este crimen era solo el principio de algo mucho más grande, y mientras las horas pasaban, la sensación de que la ciudad misma estaba al borde de algo horrible no hacía más que intensificarse.

El primer caso había sido perturbador, una de esas historias que se clavan en la piel y no te dejan dormir. Una joven, apenas 25 años, había sido encontrada muerta en una esquina oscura, un rincón olvidado de la ciudad donde ni la luz parecía atreverse a llegar. El frío de la noche había calado hondo en su cuerpo inerte, que yacía sobre el pavimento como una marioneta caída, sin vida ni voz. La herida en el abdomen era limpia, pero profunda, precisa, como si el agresor supiera exactamente dónde golpear. Los forenses, sin embargo, no lograban identificar el objeto con el que se había hecho el corte. Un picahielo, pensaron al principio, pero algo no cuadraba. El tamaño no coincidía, y la herida era más larga de lo esperado, como si el arma utilizada hubiera tenido más de 30 centímetros, algo inusualmente grande para un simple picahielo. Los detalles no encajaban, y cada nueva observación solo aumentaba el misterio que rodeaba el caso. No había huellas, no había testigos, como si el crimen hubiera sido diseñado para desvanecerse en la oscuridad de la ciudad. En ese momento, parecía que el caso quedaría en un punto muerto, atrapado en un laberinto de incertidumbres.

Pero exactamente una semana después, el patrón se repitió. Otro cuerpo, esta vez un joven de unos 20 años, fue hallado muerto de la misma manera. Nuevamente en una esquina poco iluminada, en las afueras de la ciudad, en un radio de apenas cinco cuadras del primer crimen. Los detalles coincidían de forma alarmante, y la conexión era innegable. Era como si un espectro invisible hubiera marcado su territorio, dejando atrás su huella, pero sin dejar rastro. La ciudad, siempre en movimiento, ahora parecía estar atrapada en el mismo ciclo mortal. La oscuridad ya no era solo la del invierno; ahora era la sombra de un asesino que jugaba con las reglas del crimen, y la sensación de que algo mucho más grande se estaba gestando era imposible de ignorar.

Fue entonces cuando asignaron el caso a Rivas y Vera. La dupla, que tenía fama de resolver lo irresoluble, fue la única opción que quedaba para tomar el control de la situación. Rivas, conocido por su meticulosidad y obsesión, era el tipo de detective que no dejaba cabos sueltos. Un sabueso, como lo llamaban algunos, que no soltaba la presa una vez que la olfateaba. Era como si su instinto lo guiara, como si pudiera oler el peligro antes de que se manifestara. Con cada nuevo detalle que descubrían, su tenacidad aumentaba, y no descansaba hasta llegar al fondo de las cosas. Vera, por su parte, complementaba perfectamente la obstinación de su compañero con una inteligencia aguda y una memoria fotográfica que parecía no fallar nunca. Era capaz de recordar cada pequeño detalle, cada imagen, cada fragmento de la escena del crimen, y reconstruirlo en su mente con una precisión inquietante. Habían trabajado juntos durante dos años, en los que su eficacia se había hecho conocida en toda la Policía Federal. La gente hablaba de ellos como una unidad imparable, como si la combinación de su obsesión por los detalles y su intelecto los convirtiera en los únicos capaces de entender lo incomprensible.

Pero esta vez, incluso ellos sentían que algo no estaba bien. El aire en la comisaría parecía más pesado, la tensión se podía cortar con un cuchillo. Sabían que este caso iba a ser diferente, algo les decía que el asesino que tenían frente a ellos no sería tan fácil de atrapar. La ciudad estaba cambiando, y ellos, como siempre, estaban a punto de enfrentarse a lo que otros no podían ni imaginar.

El segundo crimen había obligado a Rivas y Vera a recorrer las empedradas calles de San Telmo como perros rastreadores sin olfato. Las fachadas antiguas, ennegrecidas por años de polución, parecían observarlos con un desdén silencioso. El aire frío, cargado de humedad, se colaba entre las capas de abrigo, haciéndoles sentir como si el invierno los abrazara con dedos de hielo. Caminaban bajo un cielo gris que prometía lluvia pero nunca cumplía, como un testigo mudo de los horrores que ya habían sucedido.

Las pistas eran tan escurridizas como el asesino que intentaban atrapar. Las cámaras de seguridad solo habían captado movimientos imprecisos y sombras que se deslizaban por los callejones. Las grabaciones parecían un mal chiste, una burla a la esperanza de resolver el caso. Los testigos eran inexistentes, o peor aún, tal vez cegados por el miedo que se extendía como una epidemia invisible. Nadie había visto nada. Las calles estaban desiertas, como si los adoquines mismos hubieran conspirado para borrar las huellas del crimen.

Las horas de patrullaje se volvían eternas, marcadas por el eco de sus pasos y el vapor que escapaba de sus labios con cada exhalación. Era un juego de gato y ratón, pero ellos ni siquiera sabían si había un ratón que cazar. La única constante era el frío, ese enemigo omnipresente que parecía adueñarse de todo.

Fue una tarde de jueves, apenas 3 días después de encontrar la segunda víctima, cuando el caso parecía estar a punto de enterrarse bajo el peso de la frustración, que algo inesperado ocurrió. Rivas había tomado la decisión de visitar a su madre, quien desde hacía meses vivía en un geriátrico de Constitución. Se subió a su Ford Escort Cabriolé color azul eléctrico y apenas colocó la llave y encendió el contacto, la música llenó el espacio. Era rock nacional, algo que Rivas amaba. De hecho, cada vez que Vera se subía a su auto -algo que pasaba bastante seguido, ya que Vera se negaba a comprarse un auto- recibía una cátedra acerca de bandas, canciones, tiempos, estilos, etc. Para Rivas, su auto, su música, era su templo, el lugar donde se relajaba del trajín normal en la vida de un detective de homicidios de la policía Federal.

El viaje fue rápido, cómodo y relajado. En 10 minutos estaba estacionando frente al geriátrico.

La imagen de su madre lo golpeó al entrar en la pequeña sala común del geriátrico. Allí estaba ella, sentada junto a una ventana que dejaba entrar una luz opaca y fría. La mujer que una vez había sido su refugio ahora era una figura delgada, con los dedos temblorosos enredados en un ovillo de lana. Tejía con una concentración que parecía venir de otro tiempo, sus labios murmurando palabras sin sentido que solo ella entendía.

Rivas se sentó frente a ella, en silencio, observándola. Había algo profundamente doloroso en verla así, como una sombra de la fortaleza que recordaba. Pero mientras miraba, algo llamó su atención. La aguja de tejer, fina y alargada, brillaba bajo la tenue luz. Cada movimiento de su madre era preciso, casi quirúrgico.

Algo hizo clic en su mente, como una pieza de un rompecabezas que finalmente encuentra su lugar. El tamaño, la forma, la longitud. Era posible, ¿no? Una aguja de tejer podría ser el arma, modificada tal vez, pero con el mismo propósito letal. Era una idea absurda y a la vez brillante.

Por primera vez en días, Rivas sintió que su cerebro, adormecido por la rutina y el frío, despertaba. Un rayo de claridad iluminó su mente. ¿Y si el asesino no era alguien común? ¿Y si había algo personal, incluso simbólico, en la elección del arma?

Se despidió de su madre con un beso en la frente, que no recibió respuesta porque el Alzheimer había enclaustrado mentalmente a la mujer. Mientras se alejaba por los pasillos estrechos del geriátrico, sentía que algo dentro de él había cambiado. Era apenas una teoría, un indicio borroso, pero era más de lo que tenían hasta entonces.

Al salir a la calle, el frío le golpeó el rostro como una advertencia. Pero esta vez, en lugar de acobardarse, sintió cómo una chispa de determinación encendía su espíritu. Había una nueva dirección que seguir.

Automáticamente, sacó el celular y llamó.

- ¿Carlín? ¿Estás en la oficina? -dijo Rivas por teléfono, con tono urgente.

- Sí, estoy revisando los informes otra vez. ¿Qué pasa?

- Necesito que volvamos a ver las cámaras de seguridad. Hay algo que se nos escapó.

Una hora después, ambos detectives estaban frente a las grabaciones. Se concentraron en un tramo específico, justo antes de que la última víctima cayera al suelo. Y allí estaba: una figura encorvada, una anciana que caminaba lentamente por la vereda adoquinada. Pasó junto al joven, y en un movimiento casi imperceptible, lo golpeó con algo. Fue tan rápido que había pasado desapercibido en las primeras revisiones. Unos pasos después, el chico tambaleó y cayó.

- La abuela… -murmuró Vera, incrédulo.

- No es una abuela cualquiera. Es la que estamos buscando -afirmó Rivas, sus ojos clavados en la pantalla.

Después, tras revisar una y otra vez los registros de las cámaras, algo finalmente llamó la atención de Rivas y Vera. La anciana, que inicialmente parecía encorvada y caminar con dificultad, de pronto comenzó a enderezarse, sus movimientos transformándose en largas zancadas llenas de energía. El cambio era sutil al principio, pero con cada paso adquiría una naturalidad que no encajaba con la fragilidad esperada de una mujer mayor. Rivas frunció el ceño, mientras Vera inclinaba la cabeza sonriendo, como si su mente ya estuviera procesando lo que sus ojos veían.

Las imágenes los llevaron unas cuadras más adelante, donde la figura de la anciana se deslizaba con aparente familiaridad hacia un edificio en ruinas. El lugar, visible solo a través de la tenue iluminación de las farolas, parecía abandonado, con ventanas rotas y paredes desgastadas por el paso del tiempo y la negligencia. Automáticamente, los detectives se miraron en un silencioso acuerdo, se levantaron de golpe y salieron de la comisaría con una prisa que no necesitaba explicación.

El motor del Escort rugió al encenderse, y en segundos, el interior del auto se llenó con el sonido característico de un clásico del rock nacional. Mientras las guitarras de Virus llenaban el espacio, el contraste con el frío exterior era casi surrealista. El auto serpenteaba por las calles desiertas, esquivando los charcos congelados y los pocos vehículos que aún transitaban en esa noche invernal.

Unos minutos después, frenaron bruscamente frente al edificio señalado. En persona, la estructura lucía aún más lúgubre que en las imágenes de las cámaras. Las paredes, cubiertas de grafitis y manchas de humedad, parecían a punto de desplomarse. Una puerta de madera desvencijada, que apenas se sostenía en sus goznes, estaba abierta de par en par, como una invitación siniestra que ninguno de los dos podía ignorar.

Sin dudarlo, entraron al lugar. El interior era peor de lo que habían imaginado: un hedor a humedad, basura y desesperación impregnaba el ambiente. Las paredes interiores estaban ennegrecidas, y en cada rincón se amontonaban colchones viejos y pertenencias que revelaban la vida precaria de quienes ocupaban el lugar. Varias familias malvivían allí, sus rostros cansados se giraron brevemente hacia los detectives antes de volver a sus asuntos, como si la presencia de extraños fuera algo común.

Fue entonces cuando Vera, con su mirada afilada, hizo un descubrimiento que congeló el aire entre ellos. La anciana que habían visto en las cámaras no era quien aparentaba ser. Con una precisión casi mecánica, Vera comenzó a “escanear” a los hombres presentes, su memoria fotográfica repasando cada rasgo, cada detalle registrado en el video. Era como ver a un depredador rastreando a su presa, un cálculo frío y meticuloso que contrastaba con la tensión palpable en el ambiente.

Rivas observaba en silencio, sus sentidos agudizados, pero confiaba en el instinto de su compañero. De repente, Vera inclinó levemente la cabeza hacia un hombre al fondo del pasillo. Era un gesto mínimo, pero suficiente para que Rivas entendiera. El sujeto coincidía demasiado con la figura que habían seguido en las cámaras, incluso a pesar de su intento de camuflarse entre los demás.

El hombre, sintiendo la presión de las miradas sobre él, comenzó a retroceder lentamente, hasta que, de un momento a otro, giró sobre sus talones e intentó huir. Pero Vera, más rápido de lo que cualquiera podría anticipar, lo persiguió. En una maniobra digna de un rugbier experimentado, lo tacleó con fuerza, derribándolo al suelo entre gritos y el ruido de objetos cayendo.

Rivas ágil, a pesar de su abdomen prominente, llegó unos segundos después, respirando con dificultad, mientras Vera ya le colocaba las esposas con movimientos certeros. El hombre se retorcía y maldecía, pero no tenía escapatoria. Sus gritos comenzaron a atraer la atención de los ocupantes del edificio, cuyas caras asomaban ahora desde puertas y pasillos oscuros, como sombras sin identidad.

Sin perder tiempo, arrastraron al sospechoso hacia el auto. Su resistencia era inútil, y con cada paso, Vera lo empujaba con más determinación, mientras Rivas lanzaba miradas de advertencia a los curiosos que los observaban desde la penumbra. Una vez dentro del auto, el sospechoso quedó en silencio, su respiración agitada llenando el espacio mientras las primeras notas de otra canción, esta vez de Soda Stereo, resonaban desde el estéreo.

Una vez en la comisaría, llevaron al hombre a una sala de interrogatorios que parecía tan vieja y gastada como las paredes del edificio mismo. La luz, parpadeante, iluminaba a intervalos el rostro del sospechoso, acentuando sus facciones duras y su expresión que oscilaba entre la soberbia y el desafío. Rivas y Vera, acostumbrados a enfrentar mentes retorcidas, sabían que no sería fácil, pero no por eso dejarían de intentarlo.

Tomaron sus huellas primero, un procedimiento que se sentía casi ritual, como si estuvieran despojándolo de su identidad y desnudando su verdadero ser. Cuando las verificaron en el sistema, apareció un nombre: Rodolfo Abadie, un hombre de 52 años sin antecedentes penales, un “fantasma” para el sistema. Pero en el mundo real, Abadie tenía un historial propio, uno que no figuraba en registros oficiales, sino en los rincones oscuros de su propia mente.

Al principio, el interrogatorio fue meticuloso, casi amable. Preguntas simples, repetitivas, diseñadas para confundirlo y hacerlo bajar la guardia. Abadie se mostró tranquilo, con respuestas cortas, e incluso lanzó una leve sonrisa irónica. Pero a medida que las horas avanzaban, la estrategia cambió. Rivas endureció el tono, mientras Vera, con su característica calma, lanzaba comentarios punzantes, casi filosóficos, que parecían perforar la mente del sospechoso más que cualquier palabra agresiva.

Finalmente, como sucede con quienes llevan demasiado tiempo sosteniendo una fachada, Abadie se quebró. Primero fueron titubeos, luego miradas esquivas, y al final, la confesión llegó como un torrente de palabras desordenadas. Les contó cómo usaba unos pinchos metálicos, las brocheteras de acero inoxidable que cualquiera podría comprar en una tienda. Eran simples herramientas de cocina transformadas en instrumentos de muerte. Delgadas pero resistentes, los pinchos eran ideales para atravesar carne con precisión quirúrgica.

Rivas y Vera intercambiaron miradas mientras escuchaban los detalles. El tono con el que Abadie describía los asesinatos era frío, casi clínico, pero lo más perturbador era la ausencia de una razón. “No hay motivo”, decía con una sonrisa torcida. “Lo hacía porque podía.” Dijo lacónicamente.

El relato del asesino llenó la sala con una tensión opresiva. Cada palabra parecía flotar en el aire, pesada, envolviendo a los detectives en un manto de horror. Cuando finalmente calló, ambos salieron de la sala para tomar aire. Afuera, en el pasillo estrecho y mal iluminado, Vera encendió un cigarrillo, un hábito que solo mantenía para momentos como este.

“Es un psicópata, no hay duda”, dijo Rivas mientras cruzaba los brazos, apoyado contra la pared.

“Días como estos te hacen cuestionarte si realmente entendemos algo de la naturaleza humana”, respondió Vera, expulsando una bocanada de humo.

La evaluación psicológica que siguió no hizo más que confirmar lo evidente. Rodolfo Abadie era un psicópata social, alguien desconectado de cualquier noción de empatía o moralidad. Para él, la vida de sus víctimas no era más que un entretenimiento grotesco. El caso se cerró oficialmente días después, pero el peso de lo ocurrido quedó con Rivas y Vera.

Esa noche, mientras la ciudad dormía bajo un cielo encapotado, Rivas condujo su Escort Azul eléctrico a casa en silencio. En su departamento, sirvió un vino blanco, helado, pero no pudo evitar que las imágenes de los crímenes lo persiguieran. Mientras tanto, Vera, en su pequeño departamento, repasaba mentalmente cada detalle del caso, buscando obsesivamente algo que pudiera haber pasado por alto.

La justicia había hecho su parte, pero para ellos, resolver un caso no significaba dejarlo atrás. Porque en las calles de Buenos Aires, entre el frío y la indiferencia, sabían que siempre habría otro misterio, otro monstruo escondido en las sombras.

D. A. Fernández.-

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